viernes, 25 de marzo de 2011

Imprudencia

Superficiales. Todos se preocupan por el qué y el cómo, por el cuándo y por cuánto, por los detalles que aumentan el interés debido a lo chismosos que somos todos. Pero nadie se preocupa por qué pasará ahora, qué será de él. Yo le voy a echar de menos, y me apena su presente. Con un presente así, forjar un buen futuro es difícil, considerando que no se invierte absolutamente nada de esfuerzo.
Imprudencia. Es su peor defecto. Sé que no soy la más indicada para hablar porque a menudo yo tampoco sé callarme. Pero él no sólo no sabe callarse, sino que tampoco sabe cómo decir las cosas ni qué cosas decir.
Le han echado del colegio por su imprudencia. Porque parecía no saber a quién se estaba dirigiendo ni cómo lo estaba haciendo. Cállate y escucha, aunque no te interese lo que digan. Muestra respecto y haz gala de la educación que te han dado, o al menos que te han intentado dar. No digas gilipolleces, cierra la boca y no contestes, si no quieres pedir perdón no lo pidas, pero no emitas ningún sonido. No te quejes, y no grites. No señales con el dedo y sobre todo, no vaciles a aquél que está por encima tuya. Porque no tienes razón, y si no la tienes nadie te la va a dar. No exijas respeto si no lo demuestras tú primero. Predica con el ejemplo. Y cambia, cambia esa forma de actuar y de hablar que tienes, porque de otro modo no llegarás a nada en la vida.
Todos cometemos fallos, pero la diferencia está en que procuramos darnos cuentas de ellos, y sobre todo, corregirlos. Si no sabes qué decir no digas nada: mejor permanecer callado y parecer estúpido a abrir la boca y demostrar que lo eres.
Yo sé que no eres mala persona, que tu defecto es que no sabes cómo actuar. Ni cómo decir las cosas -ya sean verdades o mentiras-, ni diferenciar la forma de hacerlo según a la persona a la que te diriges. No puedes hablarle igual a un amigo que a un director, compañero. Y más teniendo en cuenta que al amigo no le hablas especialmente bien.
Madura. Madura y aprender a comportarte, aprende a hablar y aprende modales; aprende a sonreír cuando la situación lo requiere, a gritar cuando es necesario. Aprende a ser mínimamente sumiso y humilde cuando no tengas la razón. Aprende a hacerte ver cuando tienes la certeza de que la posees. Aprende a diferenciar ámbitos, a mostrar educación y respeto. Y sobre todo estudia, esfuérzate, saca el bachiller. Y luego ya haz lo que quieras, pero el futuro no será fácil.
Y aprende también a escoger tus amistades. Y no decaigas, sube y mejora, muéstrale al mundo lo que vales. Utiliza tu descaro como carisma, tu confianza como simpatía. No hagas que todo el mundo piense que te da igual ocho que ochenta. Demuestra que tú también estás aquí por algo y que tienes una función que cumplir, un futuro que desarrollar, un sueño que alcanzar.
Y cuando te caigas, levántate. Da igual que tropieces con la misma piedra; algún día aprenderás a esquivarla.

Por lo pronto, para evitarla, camina mirando al suelo.

jueves, 24 de marzo de 2011

Contrastes

A menudo me pregunto porqué cada persona es como es. A menudo afirmo que se trata del núcleo familiar, de las amistades que se han ido forjando a lo largo de la vida; en definitiva -y en unos casos más que en otros- del entorno en el que una persona se ha ido formando.
Resulta curioso pues, que algunas personas de familias acomodadas y buena educación, estudiantes en colegio de pago y de padres de hermosas sonrisas y joyas -ambas heredadas por sus hijos- puedan resultar tan sumamente desagradables. Esa educación en la que hacen hincapié desde que tienes uso de razón. Recuerdo que siempre que me daban algún caramelo cuando era pequeña, mi madre reproducía la misma frase: "¿Qué se dice?". Y yo, avergonzada y tímida, pero educada, daba las gracias al amable caballero o a la agradable señorita. Y todavía sonrío al ver por la calle este tipo de situaciones. Florece en mí una especie de añoranza y orgullo por la educación que he recibido. No hay día que no salude con un buenos días a mis compañeros, al entrar en clase y dejar la mochila. No hay día que no salude a los vecinos en caso de verlos. No hay día que, al pasar el bonobús en el transporte público, salude al conductor con un "hola" y una sonrisa. Saludo que, por cierto, ellos parecen agradecer. Y es que me sorprende y a la vez me entristece ver que son pocas las personas que dirigen el saludo a quien quiera que conduzca el vehículo. Se limitan a pasar el bonobús y esperar a que suene el pitido, tomar asiento y mirar al frente. No hay buenos días, no hay buenas tardes ni hay sonrisas. No hay variaciones en la expresión de la cara, sólo resignación.
Llegando a este punto, me formulo la anterior pregunta y añado otra más: ¿tiene esto algo que ver con la ciudad en la que te has educado? Dicen que los andaluces son salaos, que los catalanes son tacaños. Y cierto es que generalizar conlleva equivocaciones, saltos cuantitativos y/o cualitativos, atribución de rasgos a personas que seguramente carezcan de ellos; porque cada persona es un mundo y un caso aparte.
Pero yo sí que creo que influya. En esta ciudad los gestos son más serios, la gente camina por la calle de forma casi autómata, nadie saluda por la calle y pocos ofrecen ayuda cuando una situación lo requiere. Recuerdo mi sorpresa cuando volví a viajar a Madrid tras un tiempo bastante amplio y allí saludaban todos, te daban tema de conversación, ayudaban cuando veían que alguien necesitaba la ayuda, ofrecían su asiento a ancianos o a embarazadas, entregaban sonrisas en los comercios y te daban las gracias por tu compra, y aparte de las gracias y tu producto solías llevarte una charla con el dependiente. De regalo. No digo que aquí no se haga ni que allí se haga siempre: educados y maleducados hay en todos sitios, y la personalidad de cada uno puede ser más o menos expresiva, por decirlo de algún modo. Pero si que es cierto, a mi forma de ver -que al fin y al cabo puede ser equivocada- que existe una diferencia entre las diferentes ciudades, en la forma de ser y de actuar de los ciudadanos.
Afirmo por tanto la existencia de unos contrastes que hacen que, según la personalidad de cada uno, sientas tendencia a vivir en unos lugares u otros.
Afirmo también que me siento orgullosa de haber nacido en donde he nacido, de ofrecer sonrisas y de que me las ofrezcan; de tender una mano a quien lo necesite, y de que me la tiendan a mí; de mantener una charla; de saludar, y de despedirme, todos los días; de sentirme una entre todos, diferente pero apoyada; sabiendo que entre toda esa oleada de gente te sientes bien, te sientes tú misma.
Y sí. Os doy la razón. No tenemos playa.

Pero es lo único que no tenemos.

martes, 15 de marzo de 2011

Ellos

Tengo que terminarme el RedBull. Estoy de exámenes y es lo único que me despeja. Bueno, en realidad es un Burn. Pero eso no viene al caso.
Mientras me lo tomaba, he pensado en que, como no es bueno beber demasiado seguido, y necesito una preparación previa para meterme de lleno con Historia y Lengua, podría escribir un poco antes.
Me considero increíblemente afortunada con la clase que me ha tocado. Han hecho de estos dos años una etapa especial de mi vida, en la que he compartido momentos, experiencias, conocimiento y aprendizaje. En la que he ganado amistades y también madurez, aunque a veces no lo parezca. Ellos, cada uno, con su carácter, sus manías, sus defectos y sus virtudes, han contribuido en mi formación personal. Todos escogimos la modalidad científico-social del bachiller y todos contribuimos en formar en nuestra clase una "piña" en la que todos nos llevábamos bien y compartíamos vivencias.
Y es que les voy a echar mucho de menos. A todos, sin excepción.
Somos veintidós: tres chicas bastante independientes con respecto al grupo de la clase, pero que no por ello dejan de formar -en el sentido estricto de la palabra- parte de éste. Un chico cuando menos peculiar, parte y -más bien- objeto de nuestras incesantes bromas en clase, que afirma no saber nunca nada (aunque le preguntes cómo se llama) y que establece entre nosotros un medio firme de unión, pues, a pesar de todas las risas, formará parte siempre de nuestra etapa de bachiller. Con sus tontería empezó el grupo a consolidarse, y creo que jamás hubo maldad alguna por parte de nadie. Una chica morena, de voz dulce e igual carácter, que nunca se enfada y cuando se enfada no lo parece. Otra de grandes ojos y carácter tranquilo, voz fina y expresiones características, a la que también resultaba difícil enfadar y que siempre he considerado demasiado buena. Un muchacho del que nunca logramos comprender cuál es su truco para adoptar las posiciones que adopta cuando se sienta, pues cualquiera en su lugar estaría incómodo menos él. Una chica morena de pelo y de tez, que significa uno de esos pilares que hacen que la clase sea lo que es con sus comentarios, risas y naturalidad. Otra chica igualmente morena, que no hay clase en la que no use cosméticos, sintiendo preferencia por los pintauñas, que comparte con su compañera de clase, morena también y conductora oficial. Y luego está él: un muchacho que siempre tuve y tendré la certeza de que puede hacer todo lo que se proponga, porque todo lo puede conseguir. Inteligente y constante, es admirado por todos. O al menos por mí, que nunca llegaré a entender cómo se puede llegar a ser tan sumamente extraordinario siendo tan sencillamente normal. También formaba parte del grupo él, que se teñía el pelo de rubio con mechas, y que hace de las clases un cúmulo de constantes sorpresas en el que nunca esperas qué va a pasar a continuación; aunque sinceramente en clase está más bien poco, su horario se limita a dos días -como máximo- a la semana. Otro chico de ojos azules, que no se molesta ante nuestros comentarios de la predilección de la profesora de matemáticas sobre él y que parece tomarse todo siempre a bien. Él insiste, afirmándolo a su manera, en que las cosas importantes son por las únicas por las que vale la pena luchar. Si no, apelando a lo que parece su frase favorita, zanja el asunto con un "ni te ralles". Un muchacho al que en menos de un año he cogido mucho cariño, con gran bondad y sentido del humor, igualmente aplicado y trabajador. Una niña rubia de redondos ojos azules, a la que tomamos cariño por su especial forma de ser. La frase que mejor podía definirla era la que ella usa para casi cualquier ocasión: "qué mona". Además, otras tres chicas educadas, aunque la de ojos azules solía ser bastante descarada (en el buen sentido de la palabra), rasgo que constituía también parte de nuestra clase. Atendiendo a la diversidad, contábamos también con la presencia de una filipina de gran corazón y que a nadie caía mal. Junto a ella, una catalana que, a pesar de llevar poco tiempo en el colegio, formó amistades en seguida y supo ganarse a sus compañeros. Y el chico de Tenerife, un muchacho extrovertido que siempre tenía algo que decir. Y luego estaba yo.

En cuanto al profesorado, forma parte del encanto del bachiller. Pero como decía Michael Ende en la Historia Interminable, "eso es otra historia y debe ser contada en otra ocasión". Ya escribiré sobre ellos.

Les quiero. Y les voy a echar de menos. Mucho.

jueves, 10 de marzo de 2011

Soledad

Y me da que pensar. ¿Es mala la soledad? ¿Es causa de males? ¿Qué es, exactamente, la soledad? ¿Por qué se produce?
17 años, cuando decidió acabar con su vida trepando la fachada del edificio y tirándose desde el último piso. Habiendo consumido con anterioridad drogas y, seguramente, alcohol. Trepó delante de ella y vio en sus ojos, antes de morir, como trataba de agarrarle, en un esfuerzo inútil de hacer acopio de sus fuerzas, desde pisos más abajo, siendo lo único conseguido una fractura en el hombro por el esfuerzo invertido. Y allí estaba ella, en una silla casi atada, con calmantes y sabe Dios qué más productos con tal de tranquilizarla. Viendo su propia imagen reflejada en su rostro segundos antes de morir. ¿Y cuál fue el motivo de su suicidio? ¿Que ella quiso terminar la relación? ¿Qué sentía una soledad irrevocable?
No le conocía, pero cuando supe la noticia sentí que el estómago se me encogía y me estremecí: tan joven, con tantas cosas que vivir, y con ese fin tan triste, tan frío, tan negro.
Todos tenemos problemas. Unos más que otros, u otros más que unos. Da igual. Pero siempre se sale adelante, y hay que ver la luz al final del camino. Huir de los problemas de esa forma, acabando con tu vida, no es una solución factible. Nadie piensa en el daño que les va a hacer a sus amigos, a sus familiares, piensan solamente en uno mismo. Pienso que suicidarse es una decisión egoísta. Y cobarde. Porque sí, hay que tener, hablando en plata, un par de huevos para encontrarte al borde del vacío y tirarte sabiendo que ahí abajo se sitúa el final. Pero más huevos hay que tener para afrontar las cosas con valentía y pensar: aquí estoy yo y aquí me vais a ver sean cuales sean las circunstancias. Que la vida son dos días y yo no me voy a quedar en el primero porque llueva.
Y ahora todo su círculo de amigos destrozado, su familia sumida en una oscuridad terrible. Su novia con sentimiento de culpa, recordando como él pasaba por delante de sus ojos sin ella poder impedirlo. Intentando recordar si su última expresión fue de tristeza, de miedo, de seguridad, de confianza. O si disfrazó de valentía, reforzada con una sonrisa en los labios, ese miedo tan inmenso que debía sentir. Si intentaba reafirmarse. Si intentaba sentir algo, o no sentir nada. Quién sabe.
Me pregunto si él, donde quiera que esté, se lamenta. Se arrepiente. Se da cuenta del daño que ha hecho a los demás y del error que ha cometido. Si alguien le ha contado que en esta vida todo problema, menos la muerte, tiene solución, pero que él ahora ha convertido, paradójicamente, este único problema que no tiene solución, en la solución misma. Y ya está. Y se acabó. Y nunca verá vídeos de su boda, ni a sus hijos corriendo por el parque y manchándose de barro. Ni tampoco a sus nietos. No esperará nada con ansiedad nada, no tendrá ningún objetivo porque ya ha decidido un fin. El peor. El más rotundo. El más triste.
Descansa en paz, tú y todos aquellos que tomaron esa misma vía para parar el tren.